Ana María, una de las participantes del taller de mujeres, habló sobre su búsqueda de la salud perfecta. “Es la nueva manera de crear otra versión idealizada de uno mismo”, me dijo mientras reflexionaba sobre su previo régimen alimenticio. A ella le prohibieron el gluten, los lácteos, la carne de cerdo, los carbohidratos simples (papas, yuca, maíz), el azúcar.

Aplicadamente, restringió comidas que adoraba porque la meta valía la pena: la salud absoluta, la energía rebosante que permite todo. Sin embargo, de su proyecto de la salud salió cansada y con la sensación de no saber cómo acercarse en son de paz a su plato; ella generó un miedo a la comida y una constante lucha entre lo que quería comer, lo que “debía” comer y lo que terminaba comiendo.

Como investigadora y coach de mujeres que pelean con la comida, mi trabajo ha sido aprender en qué consiste una relación verdaderamente sana con el alimento, una que comprenda los dos pilares de la competencia al comer: la capacidad de disfrutarlo y la confianza básica en nosotros mismos frente a la comida, es decir, contar con suficiente autorregulación para enfrentar en calma las fluctuantes situaciones relacionadas al alimento. (Ellyn Satter, ‘Eating Competence Model’)

Las mujeres con las que trabajo no se sienten competentes o adecuadas comiendo, aun cuando recitan al detalle una lista de comidas “saludables” y “no saludables”. Ellas tienen expectativas rígidas de como “deberían” comer, lo cual las aleja de una sensación de competencia o de regulación con la comida. Se agarran con las uñas de una mal entendida fuerza de voluntad que inevitablemente cede ante la compulsión, ante la dura realidad de no saber cómo parar de comer.

Su compulsión no radica en el alimento en sí, en el azúcar, en el postre, sino en una cultura que enseña la desconfianza en el cuerpo, que cataloga alimentos como “buenos” y “malos”, que corta el vínculo innato e intuitivo que nos ayuda a navegar el universo de la comida.

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